Reconozco hoy que he fracasado; sólo me pasmo, a veces, de no haber previsto que fracasaría. ¿Qué había en mí que pronosticase un triunfo? Yo no tenía la fuerza ciega de los vencedores o la visión certera de los locos...
Era lúcido, triste como un día frío.
Tengo elementos espirituales de bohemio, de esos que dejan a la vida irse como algo que se escapa de las manos y en tal momento en que el gesto de obtenerla duerme en la mera idea de hacerlo. Pero no he tenido la compensación exterior del espíritu bohemio: el desnudo fácil de las emociones inmediatas y abandonadas. Nunca he sido más que un bohemio aislado, lo que es absurdo; o un bohemio místico, lo que es algo imposible.
Ciertas horas-intervalos que he vivido, horas ante la Naturaleza, esculpidas en la ternura del aislamiento, me quedarán para siempre como medallas. En esos momentos he olvidado todos mis propósitos de vida, todas mis direcciones deseadas. He disfrutado de no ser nada con una plenitud de bonanza espiritual, cayendo en el regazo azul de mis aspiraciones. No he disfrutado nunca, quizá, de una hora indeleble, exenta de un fondo espiritual de fracaso y de desánimo. En todas mis horas liberadas un dolor dormía, florecía vagamente, por detrás de los muros de mi conciencia, en otros huertos, pero el aroma y el propio color de aquellas flores tristes atravesaban intuitivamente los muros, y su lado de allá, donde florecían las rosas, nunca dejó de ser, en el misterio confuso de mi ser, un lado de acá, esfumado en mi somnolencia de vivir.
Fue en un mar interior donde terminó el río de mi vida. Alrededor de mi solar soñado, todos los árboles estaban en otoño. Este paisaje circular es la corona de espinas de mi alma. Los momentos más felices de mi vida han sido sueños, y sueños de tristeza, y yo me vela en sus lagos como un Narciso ciego que ha disfrutado de la frescura cerca del agua, sintiéndose inclinado sobre ella, mediante una visión anterior y nocturna, secreteada a las emociones abstractas, vivida en los rincones de la imaginación con un cuidado maternal en preferirse. Sé que he fracasado. Disfruto de la voluptuosidad indeterminada del fracaso como quien concede un aprecio exhausto a una fiebre que le enclaustra.
Era lúcido, triste como un día frío.
Tengo elementos espirituales de bohemio, de esos que dejan a la vida irse como algo que se escapa de las manos y en tal momento en que el gesto de obtenerla duerme en la mera idea de hacerlo. Pero no he tenido la compensación exterior del espíritu bohemio: el desnudo fácil de las emociones inmediatas y abandonadas. Nunca he sido más que un bohemio aislado, lo que es absurdo; o un bohemio místico, lo que es algo imposible.
Ciertas horas-intervalos que he vivido, horas ante la Naturaleza, esculpidas en la ternura del aislamiento, me quedarán para siempre como medallas. En esos momentos he olvidado todos mis propósitos de vida, todas mis direcciones deseadas. He disfrutado de no ser nada con una plenitud de bonanza espiritual, cayendo en el regazo azul de mis aspiraciones. No he disfrutado nunca, quizá, de una hora indeleble, exenta de un fondo espiritual de fracaso y de desánimo. En todas mis horas liberadas un dolor dormía, florecía vagamente, por detrás de los muros de mi conciencia, en otros huertos, pero el aroma y el propio color de aquellas flores tristes atravesaban intuitivamente los muros, y su lado de allá, donde florecían las rosas, nunca dejó de ser, en el misterio confuso de mi ser, un lado de acá, esfumado en mi somnolencia de vivir.
Fue en un mar interior donde terminó el río de mi vida. Alrededor de mi solar soñado, todos los árboles estaban en otoño. Este paisaje circular es la corona de espinas de mi alma. Los momentos más felices de mi vida han sido sueños, y sueños de tristeza, y yo me vela en sus lagos como un Narciso ciego que ha disfrutado de la frescura cerca del agua, sintiéndose inclinado sobre ella, mediante una visión anterior y nocturna, secreteada a las emociones abstractas, vivida en los rincones de la imaginación con un cuidado maternal en preferirse. Sé que he fracasado. Disfruto de la voluptuosidad indeterminada del fracaso como quien concede un aprecio exhausto a una fiebre que le enclaustra.
(en crisis creativa)
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